Abro el armario y regateando prendas imposibles escojo un estilo casi proletario. Como si fuese un actor, decido, poco a poco, cómo va a ser el personaje que tengo que interpretar. Evidentemente no puede ser nada que llame excesivamente la atención; necesito pasar desapercibido y, al mismo tiempo, darme la capacidad de entrar en bares, poder preguntar y que me tomen en serio. Doy gracias por haberme dejado esta barba que empieza a ser salvaje. Decido no arreglarla y salgo con unos viejos pantalones raídos, camiseta neutra y una sudadera con capucha. Cómodo por si algo sale mal y tengo que salir corriendo.
El primer día decido pasear un poco por el barrio, dejarme ver y que se acostumbren a mí. Aparco en una pequeña explanada y durante ese día decido que lo mejor que puedo hacer es visitar locales y bares. Paso por un estanco donde compro el As; me tomo un café cerca del parque donde supuestamente se ofrecen las chicas y descubro que el café es sorprendentemente bueno, que el jefe huele demasiado a whisky para lo temprano que es, y que, casualidades de la vida, la camarera está más buena que la de la contraportada de mi periódico. Analizo el local. Me siento cómodo, así que sopeso la posibilidad de tomarlo como mi cuartel general. Decido que tendré que modificar ligeramente mi pronunciación, nada complicado, sólo hacerla más rural y presentarme como alguien que anda buscando trabajo… que en estos tiempos es lo más normal. Salgo del bar diciendo un “hasta mañana” y me pongo a comer un bocadillo sentado en un banco del parque. Justo ahora me acabo de dar cuenta de que también tendría que haber comprado un par de periódicos más serios, por eso de simular que estoy buscando trabajo… Aún no hay mucha vida por el parque pese a que los institutos ya han dado la salida. Supongo que sigue existiendo esa costumbre tan hispánica de la siesta en la gente que no tiene que trabajar. Me desespero un poco hasta que caigo en la cuenta de que mi actividad de hoy no es ver, sino dejarme ver. Miro la hora, tengo que volver a casa a dar mis clases, que no sólo de pasear vive el hombre.
Como el ayer tuve que marcharme pronto, decido cambiar un poco los horarios de mis alumnos, de forma un tanto extraña y arguyendo necesidades personales: que si esta semana me habían salido una serie de compromisos ineludibles, que si tenía que atender otros temas de urgencia y un parloteo ininteligible que perseguía abrumar más que convencer y hacer que desistiesen por cansancio antes que por raciocinio. Sin embargo, ese mare magnum me servía para cambiar mis horarios de paseo por el parque y que los paisanos se convenciesen de mi interés en la búsqueda de empleo y vivienda por la zona.
Es asombroso cómo ya la cuarta vez que entras en un bar puedes llegar a ser considerado como un habitual. La charla entre los parroquianos, que al principio me miraban hoscos y distantes, poco a poco se fue tornando más abierta y relajada. A veces estaba sólo Paco, el dueño, otras Marta, su sobrina, y otras los dos, aunque creo que sus horarios se debían más al capricho del jefe o a su estado etílico.
Paco al poco tiempo me trató como si fuese un conocido de toda la vida, con tanta familiaridad que me resultaba un tanto avasalladora, pero se notaba que era así con todo el mundo. No quiero decir que fuese un tipo falso que buscase el beneficio de su local, sino que era su forma de ser, simplemente. Marta, sin embargo, era más reservada y me miraba siempre con una enigmática y profunda mirada, como si quisiese desenterrar algo que llevase dentro de mí.
―¡Pablo! ¿Qué va a ser hoy, otro café con leche? ―preguntó según entraba yo por la puerta.
―Sí, por favor. ¿Tienes el periódico? ―pregunté a su vez.
―¿De qué tipo? ―preguntó mientras me lanzaba el As desde el otro lado de la barra.
―No, joder, Paco, la prensa local… que tengo que ver si ha salido algo… ―dije a voz en grito para que me escuchase toda la concurrencia.
Y ahí seguía yo, mirando fijamente un periódico abierto por la sección de oportunidades, que, casualidades de la vida está tan cerca de la de contactos. Sin saber muy bien cómo empecé a pensar en el número de Avogadro y en lo sencillo que me resulta entenderlo a mí y lo complicado que les resultaba a mis alumnos… ¿Y esto para qué sirve en la vida cotidiana? Para establecer, por ejemplo, conversiones entre el gramo y la unidad de masa atómica… pero, la camarera, esto, ¿para qué lo necesita saber? No se trataba de utilitarismo, no… sino del desarrollo de un pensamiento abstracto, científico y experimental. Si a un italiano que en principio se especializó en derecho canónico había sido capaz de dar un cambio tan radical a su vida y de forma tan brillante, ¿por qué Mónica no sería capaz de hacerlo también?
Marta se acercó a traerme el segundo café del día y miró las páginas sobre las que había estado ensimismado. Sin darme cuenta la había llenado con el célebre: N = 6´022 x 10²³. Me miró muy detenidamente, con una de esas miradas en las que es mejor no preguntarse qué estará pensando, porque no podría ser nada bueno. No pareció respirar siquiera cuando ya estaba volviendo al otro lado de la barra. Yo volví a mi periódico, al eterno latido del que se quiere centrar, pero esta vez puse más atención a las conversaciones que se desarrollaban.
―Es una maldita vergüenza…
―Joder, si es que son unas crías. No entiendo por qué la policía no hace nada.
―¿Y qué quieres que haga, eh, Paco? ―dijo irónicamente Solisombraalasonce.
―No me jodas, no me jodas…
―Quienes debieran ocuparse de ellas son sus padres ―insistió Solisombraalasonce― pero parecen que se han olvidado de ellas. Mira, si mi hija…
Paró súbitamente en cuanto puso los ojos en Marta. Aunque acostumbraba a comérsela con los ojos y a relamerse turbiamente, aquí teníamos otro caso de un hipócrita. Para Solisombraalasonce todas eran putas, por culpa de sus padres o por el libertinaje de la época, y le gustaba vocearlo. Pero cuando una mujer como Marta lo miraba, bajaba avergonzado la miraba y rumiaba algo por lo bajo. Quizás simplemente fuese un fantasma, un pobre hombre deshecho por la inquinidad de alguna mujer o tal vez un machista de rancio abolengo y de historia antigua en esta España, en ambos casos, provocaba más a la lástima que al odio… pero la lástima llega cuando no se pretende provocar.
Me estiré en mi silla, cerré el periódico, no sin antes haber apuntado algunos teléfonos al azar. Me levanté, busqué unas monedas para pagar los cafés y salí a la calle. El parque empezaba a mostrar algo de vida: madres paseando, algunos cochecitos y otros niños entre tres y cinco años jugaban a esa primera hora de la tarde; algunos grupos de estudiantes se reunían a estudiar o simplemente a crear esos incipientes romances de primavera. “¡Estudiad, malditos, estudiad!” repetía la voz de todos mis profesores y mi padres en mi cabeza y, esto era extraño, por esta vez mi voz no se unía a todas las suyas. Más al fondo, retiradas de todo aquel ajetreo, algunas chicas se dejaban ver; demasiado separadas como para parecer compañeras, muy similares como para no ver qué estaban intentando; la mayoría con la cabeza agachada, como si temiesen mirar a la gente a la cara, otras, las menos, ya con una considerable desvergüenza que podría achacarse a su juventud o a su condición… o a ambas cosas.
Me quedé un rato en la zona de madres y niños, hojeando El Alquimista y entreteniéndome en los problemas que tenía el sector del mercurio, imaginando qué haría yo si no me hubiese dedicado a la docencia. Evidentemente, y por gilipollas, sería detective… o también podría dedicarme a un huerto y vivir del autoconsumo y el trueque.
De pronto un escalofrío me recorrió la espalda. Allí se encontraba Mónica. No esperaba reconocerla. No sé por qué, pero no lo esperaba al igual que no esperas tener la bolsa de la basura rota y rezumando. Sabes que puede pasar, pero no lo esperas. Me levanté del banco y guardé mi revista entre un par de periódicos. Disimuladamente me fui acercando hacia las muchachas para cerciorarme bien.
Algunos hombres ya se habían acercado por ahí. No sabría decir a qué se dedicarían y prefería no imaginarlo, podrían ser padres de familia o estudiantes universitarios, ese no era ahora mi problema. Necesitaba localizar al proxeneta, aunque ahí me era bastante complicado. No quería parecer nervioso, no quería mirar en exceso, no quería no mirar y el corazón no dejaba de latirme como un caballo galopando por una pradera. Intenté poner mi mejor cara de póquer y miré directamente a Mónica con el absurdo miedo de que me pudiese reconocer.
―¿Reconocer de qué? Para eso me tendría que conocer primero, idiota ―me recordó un poco tarde mi conciencia.
Pero Mónica estaba hablando con un hombre de unos cincuenta y dos años cuando otro más joven se acercó y tanto Mónica como el mayor desaparecieron. Afortunadamente no había dejado de fumar como le insinué al matón del bar, así que eché mano a mi cajetilla. ¡Lucki! Sonreí sardónicamente mientras intentaba encenderlo, en parte por calmar los nervios, en parte por fijarme más en aquel individuo que, evidentemente era o al menos lo parecía, la cabeza pensante.
El tipo, sin ser yo un buen fisonomista, frisaría los cuarenta y dos años. Algunas canas le pintaban la sien y nada en él parecería indicar su profesión salvo por el hecho de que era obvio. Era un hombre atractivo. De esos que saben que gustan a las mujeres y de esos que utilizan su atractivo para gracia o desgracia de las mujeres. Algo más bajo que yo, vestía con normalidad, aunque me sorprendieran las botas duras de invierno, aunque la primavera ya había entrado, las conservaba como una distinción… o por parecer más alto. En cualquier caso no podía seguir ahí más tiempo sin parecer idiota o sin interesarme por alguna chica.
―¡Roberto, hay problemas en la casa! ―le dijo de pronto un tipo sobre el que no había reparado. El hombre no perdió un instante y se fue.
Roberto, se llama Roberto. Di una calada profunda al cigarrillo y me volví, sopesando a algunas chicas, ya más tranquilo.